Ignorancia

Lo más fundamental que puede ignorar un ignorante es el hecho de que ignora. El descubrimiento de que se puede estar ignorando es un punto de inflexión en la vida de una persona pensante. Una vez que un ignorante descubre que ignora, da un paso adelante tan grande en su desarrollo intelectual que es difícil encontrar continuidad entre esos ignorantes totales y estos otros menos ignorantes. Se diría que en ese gesto hay un espacio grande de ignorancia que se salta sin casi aprender nada.

El descubrir que se ignora consiste, únicamente, en adquirir la capacidad de sospechar de que todo lo que uno dice o piensa es un error. En eso se diferencian esencialmente los dos estados. Aunque después de ese primer reconocimiento se descubran muchas otras cosas que se ignoraban, e incluso que se ignoraba que se ignoraban, esos descubrimientos no se da desde una inocencia ilimitada, como sucede con el primer descubrimiento.

El estado del que ignora que ignora y de aquel que sabe que ignora son tan heterogéneos que es difícil recordarse a uno mismo ignorando que ignoraba. Una vez que uno sabe que ignora es inconcebible pensar que antes ignoraba tal cosa. Es como si se tratara de otra persona. La separación entre estos estados es como la del protagonista de Informe a una academia de Kafka, que no puede saber cómo era para él el mundo antes de aprender a hablar, porque en cierto modo el hablar fue lo que dio lugar al mundo y, en cualquier caso, ese mundo pre-lenguaje no podía ser expresado con lenguaje.

El activista frente al apocalipsis ecológico

Foto Sigurdur Gudmundsson

Sólo hay dos acciones de verdadera relevancia que un activista pueda emprender para detener la catástrofe ecológica: no tener hijos, y suicidarse. Todas las demás medidas que se tomen son equivalentes a calcular la cantidad de CO2 que se deja de arrojar a la atmosfera si no se fabrica chocolate para el loro.

Pocos quieren suicidarse, por lo menos por ese motivo, aunque algunos lo hacen, por lo menos en la ficción (véase First Reformed de Paul Schrader). De todas formas, el suicidio no es tan importante, porque se pueden conseguir aproximadamente los mismos resultados por otros métodos como, por ejemplo, dejar pasar el tiempo.

Algunos no quieren tener hijos, pero la mayoría, los tiene (por lo menos en la ficción). Cada hijo evitado (aun dejando de lado consideraciones geopolíticas) son unos 700 pañales menos (en la infancia), tres mil platos de usar y tirar no producidos, cuarenta móviles, veinte ordenadores, cientos de miles de kilómetros en viajes de avión menos, etc etc, y la potencialidad de muchos otros, los de sus hijos y los hijos de sus hijos. ¿Cuánto CO2 lanza a la atmosfera una persona a lo largo de su vida? A lot.

Los activistas más comprometidos tienen hijos, o esperan tenerlos. Los que tienen hijos se vuelven activistas. No podía ser de otra manera, porque quieren un planeta limpio para sus hijos. Los que no tienen hijos en cien años estarán calvos, y todo lo que lleve su nombre habrá reducido sus emisiones de gases invernadero a cero.

Los niños acuden a las concentraciones para salvar el planeta. Parece encajar bien: una familia, la inocencia de sus hijos, la pureza de los paisajes naturales, salvar el planeta. ”¿Qué planeta vamos a dejar a las nuevas generaciones?”, preguntan retóricamente. El único legado que se ve a simple vista es… un planeta lleno de nuevas generaciones.

Cuando Greta Thunberg, la joven activista, reclama en un video la inmediata acción de los gobiernos para salvar el planeta, lo dice bien claro: “¿qué diré a mis niños cuando tenga setenta y cinco años?”. Su mensaje revolucionario lleva implícito que ella también va a contribuir a llenar el planeta de nuevas generaciones… y parece que tiene la esperanza también de, por lo menos, segundas nuevas generaciones. Supongo que a sus nietos les desea que sean felices y que tengan mucha familia. Que sean buenos y que reciclen los envases de los yogures. La señorita Thunberg acaba sus speeches exigiendo que “ellos” hagan algo por el futuro de nuestros hijos y nietos.

Para una perfecta definición de la palabra “tabú”, no hay más que mirar al problema de la superpoblación del que nadie quiere hablar, no sólo ignorado, sino activamente suprimido del debate… si se vuelve inevitable abordarlo de alguna manera, se hace desde el punto de vista de las mejoras de la producción agrícola, y de los grandes números, o radicando el problema en China o la India (me pregunto cómo evitarán hablar allí del asunto: quizá hablando de cómo son los hijos de los americanos y los europeos los que destrozan el planeta).

Pero nadie arenga a las masas para que eviten reproducirse, nadie vota a quien no mantiene esa imagen de familia, ningún político cuestiona, por lo tanto, el derecho a procrear, nadie pide que retiren los incentivos a la natalidad (IVF included), a las familias numerosas, o que se pongan impuestos a la procreación como un lujo, ya que lo es, desde muchas perspectivas. No se ven estas medidas en los folletos de Greenpeace, de WWF, de Biodiversity International, de Friends of the Earth o de Rainforest Foundation Fund. Y no lo llevan los verdes a la campaña electoral… Su tarea de salvar la naturaleza sería mucho más sencilla si no hubiera tantos humanos a los que convencer de que se comporten correctamente, si no hubiera tantos humanos en busca de Lebensraum. (Una noticia de hoy como ejemplo, de gran alarma, sin una mención a esta cuestión)

La crítica a la natalidad es siempre mal recibida, provoca emociones exaltadas, de odio y repulsa, y es ridiculizada y bloqueada, aunque como ésta, no esté motivada por las restricciones que ponen en el autor las necesidades futuras de los hijos y los nietos de los demás sino, además de por otros factores, por un aprecio a la armonía con el medio natural y con los que ahora viven en él.

Milenios en los que la especie no ha hecho más que intentar sobrevivir no pueden ser borrados de un día para otro, y la inercia adquirida es difícil de detener: la vida de un ser que ha sido programado con la directiva principal de reproducirse y de dominar sobre el máximo número de especies y la máxima superficie de terreno pierde todo sentido si se le quita éste de la reproducción.

Históricamente se han tenido hijos porque hacía falta sangre para la guerra, braceros baratos para explotar las tierras de la familia, porque hacen falta contribuyentes que paguen las pensiones, porque la familia integra, porque los hijos hacen a la población sumisa a credos y religiones, porque crean prosperidad y paz social, porque son el vivo retrato de sus padres, porque vienen con panes bajo el brazo… Las explicaciones son innumerables, y muy bien fundadas. Pero sobre todas ellas: la procreación colma la vida, porque es la forma suprema de exorcizar el pánico al vacío de la muerte. En la procreación el individuo vive la eternidad de forma simbólica, en la supervivencia de la especie se vive metonímicamente la eternidad del individuo. Se alivia la angustia de la muerte.

Se podría atajar de forma sencilla este problema – y otros muchos derivados. Sólo haría falta que la humanidad en su conjunto, y cada uno de sus miembros por separado, se psicoanalizaran y pudieran, así, afrontar ese trauma que convierte en un síntoma de neurosis cualquiera de sus actividades en la tierra.

El artista del momento

El artista del momento, productor de mercancías exquisitas para ricos, que gusta de presumir de lo que vende, que es sofisticado y que toma las decisiones más oportunas para que su obra sea espectacular y se reconozca, y se mantenga en la lista de los artistas más cotizados, y que viaja a todas partes del mundo a mostrar su obra y que cae bien a todo el mundo, porque siempre cuenta con un toque ingenioso especial, porque conoce los temas que trata y les da la vuelta, sorprende, provoca un poco, y algunos no se atreven a comprar sus obras, pero otros lo hacen con orgullo, como una demostración de su conocimiento del arte desde dentro, y de su valentía, porque él es un artista sólido que conoce el alma humana y, puede que ahora encuentre resistencias, pero luego triunfará, porque su obra no es pura composición estética, sino que tiene un contenido espiritual, habla a toda la humanidad, nada humano le es ajeno, y eso le hace tomar postura, su praxis tiene un compromiso social y se preocupa de sus semejantes y de las vidas que llevan, que están llenas de injusticias que el arte debe denunciar, tales como el hambre, y la pobreza, pero también la falta de libertad y la alienación, y puede luchar contra el mundo cruel que están construyendo las corporaciones, la globalización, y se ve como su trabajo invita a todos a participar, y los moviliza en contra de los males que atacan al mundo, por lo que el estado le apoya, y compra su obra para los museos, porque merece ser visto, porque es bueno, y defiende los mismos valores que están en las constituciones de los estados más democráticos y en las declaraciones de los derechos humanos, y muestra como en muchos estados no se cumplen, incluso en estados democráticos y se arriesga, y ataca a los gobernantes, y a las empresas, y se equivoca, y hace cosas inconvenientes y ridículas, y cae, y se vuelve a levantar, y bebe un poco de más, como resultado del caos en el que vive y nadie quiere exponer su obra, y se murió ayer de una sobredosis.

Unos días después de la muerte

Unos días después de la muerte de Rosa Queralt, una querida crítica de arte de Barcelona, Facebook me anunció que “Rosa Queralt likes the New York Times”.

El recordatorio produce un primer shock, por supuesto, una especie de repulsión, porque hay algo de falta de recato en esta manera de nombrar a los muertos, algo de impudicia en esta jactancia de saber lo que les gusta o les deja de gustar. Estos mecanismos que rigen los knowbots crea una especie de vida zombie para todos los usuarios fallecidos, a través de una imagen de sus cuerpos sin vida frente al ordenador clickando en iconos de manos con el dedo gordo hacia arriba.

El fenómeno produce esta impresión porque el sistema de las redes sociales fija en el tiempo ese gusto del usuario, y esto entra en conflicto emocional con un fenómeno como el de la muerte, en el que todo se liquidifica, en el que todo se muestra como estrictamente transitorio. Según la red, Rosa Queralt, a partir de ahora,  will like The New York Times forever.

Sin embargo, uno debería estar habituado a ese efecto, porque es común en otros medios. Probablemente se está demasiado habituado, hasta el punto de que ya no produce ese shock cuando se reciben los gustos de otra persona por medio de la escritura, en un libro, por ejemplo. Leer que a Montaigne le gusta Plutarco no me produce ningún estupor, por más que Montaigne esté más muerto, si cabe, que Rosa Queralt. Sin embargo, aunque ese hecho se fijara en su día, cuando Montaigne lo registró, ahora queda claro para todos que ese momento está muy lejos en el pasado, porque Montaigne no tuvo la suerte o la desgracia de hacer uso de Internet. Quizá si leyera yo en Facebook algo así como “Friedrich Nietzsche likes La Stampa di Torino”, me volvería a sorprender, pero por motivos muy distintos, más relacionados con las técnicas de marketing.

La clave de la diferencia se encuentra en el hecho de que las redes sociales parecen transitorias y fluidas pero, por el contrario, también fijan la realidad, en su caso a pulsos constantes y vertiginosos. Es como si la frase se renovase sólida y fresca de nuevo cada vez que aparece en la pantalla. Vuelve ésta a uno cada mañana, le asalta a la atención, mientras que el libro de Montaigne uno lo busca por iniciativa propia, para refrescar aquello que se sabe fue escrito en un momento preciso del pasado.

¿Qué sucedería si la frase que recibiera fuera: “on the 3rd of November 2014, Rosa Queralt liked The New York Times”? Lo primero que me haría pensar es en qué sucedió ese día y, por asociación, en qué pensó Rosa entonces, en qué noticia pudo animarle a otorgar esa confianza al periódico.

No creo que esta nueva formulación sirviera tampoco para evitar el sentimiento de falta de recato de Facebook. Fundamentalmente porque, aunque Rosa sólo tuviera ese asentimiento con The New York Times un día, parece que sigue respaldándolo ahora. Este reaparecer de la afirmación del gusto que Rosa tuvo ese día sigue siendo respaldo renovado para el periódico, cuando a estas alturas The New York Times puede haber cambiado a un modelo periodístico que a Rosa Queralt le resultara repugnante. El rechazo a este anuncio recibido poco después del fallecimiento de Rosa Queralt responde a este desplazamiento, pero sobre todo al motivo por el que se hace este desplazamiento – ése es la causa que lo hace impúdico – que es siempre conseguir más respaldo para The New York Times, y para Facebook, incluso el de los muertos que ya no pueden desdecirse. Muestra claramente el propósito de toda la operación que, aunque uno lo conozca de sobra, se le escamotea en las recompensas baratas y los pueriles contratiempos de la red.

Ensayo sobre «Silent Languages», unos dibujos de Inken Reinert

Cuando los miembros de una cultura originalmente oral, es decir, una en la que ni ritos, ni pensamientos, ni tradiciones han sido escritos en libro alguno, se acercan al barco del hombre blanco y observan por un lado el trasiego de mercancías y, por el otro, la actividad contable de contratos, albaranes y facturas, atribuyen valor mágico a las inscripciones que cubren los documentos. Son esos papeles, piensan, los que tienen el poder de atraer los barcos repletos de mercancías, y ensayan sus propios garabatos en cuartillas prestadas, y miran al horizonte a la espera de la carga que esos dibujos han invocado.

A algunos de los que los ven, expectantes, en el muelle, les conmueve esa inocencia; para otros son salvajes ignorantes. Lo cierto es que, contra todo pronóstico, antes o después la carga llega, porque no hay realidad que se le resista a quien cree firmemente.

De hecho, quien no sabe ni leer ni escribir tiene una fe en la relación causa/efecto mucho más inmediata que la de científicos y negociadores, que saben que el valor de los papeles depende de la voluntad de las gentes y de los medios coercitivos que se empleen para validarlos. Ahora bien, una cultura oral sólo puede creer en la causalidad en virtud y en la medida en que ésta tiene lugar en un mundo como el suyo, sin registros, y con una gran flexibilidad entre lo que fue la causa y lo que será el efecto, porque ahí no hay posibilidad de comparar lo que se esperó con lo que llegaba.

La inscripción en el papel desdobla el tiempo por primera vez en pasado y presente, proyecta la voz hacia el futuro, porque antes de ella, en la cultura oral, todo sucede -sucedía, sucederá-  a la vez. Lo que está ahí escrito es lo que un día se oyó que, de no haberse escrito, habría que oír de nuevo en el presente para recordar; y lo que se escribe, se escamotea del presente y pertenece ya al futuro. A la vez, la escritura comprime el espacio en las dos dimensiones de la hoja.

En efecto, esta voz silenciosa que los investigadores han registrado en los papeles no tiene cuerpo, no necesita un cuerpo en el que reproducirse, o bien, le sirve cualquier cuerpo. Se lo dan esos mismos científicos cada vez que la contrastan con otra que han capturado en nuevos protocolos, cuando clasifican éstos y los preservan. Los sonidos resuenan en sus cuerpos como las líneas de una partitura se reproducen calladamente en la cabeza de un pianista que estudia, o que compone.

Las notas escritas reflejan punto por punto el sonido de la composición. Sin embargo, cuando por azar o por fatalidad un nuevo elemento irrumpe en la superficie del papel – la mancha de tinta que deja una pluma demasiado cargada, un gota de café, el moho que se alimenta del papel almacenado en un sótano mal ventilado- las huellas que imprime se incorporan a la reproducción como un estruendo. El ruido niega el sonido original, o bien lo dispersa, lo aplana y lo aleja de su referente, como aquella técnica que Glenn Gould usaba para practicar y que consiste en hacer funcionar una aspiradora en la habitación en la que el pianista compone, que le impide oírse y que separa los impulsos que hacen apretar las teclas de lo que suena, como si dividiera la experiencia del músico en alma y en cuerpo, o en pensamiento y en emoción.

Los gráficos que un artista incorpore a esos registros serán todo menos azarosos. La voz que inscribe y a la que da cuerpo el artista es de otra índole. Las estructuras que éste incluye en el papel no niegan el contenido original -ni la voz ni su transcripción- no son ruido añadido, sino que actúan en un raro contrapunto con él, musical en varios sentidos, pero también en cuanto que parecen, por su parte, vestigios de voces del pasado, de otro timbre y otro tono.

En cierto modo estos grafismos sobrepuestos acallan los originales de una forma mucho más radical de lo que lo haría un borrón, una frecuencia estridente. Son señuelos científicos, que prometen un significado posterior, que caminan de la mano de esos registros fidedignos que los preceden, pero que lo hacen únicamente para traicionarlos, porque en realidad sólo se significan a sí mismos. Es decir, que al mismo tiempo que parecen tal estruendo, tal brochazo impetuoso y casual, se niegan a sí mismos como tales. Su aspecto sistemático, modular y exhaustivo es ciertamente científico. Sin embargo estas calidades han sido llevadas a un extremo en el que se han vuelto absurdas, y el referente pierde la conexión con lo referido, y el sinsentido atraviesa ya todas las capas. Dos ondas que se cancelan una a la otra por un fenómeno que lleva por nombre “interferencia destructiva”.

No vuelve absurda la ciencia aquél que quiere. Para lograr tal cosa hay que deshacer pacientemente la madeja de sus certezas a través de la ejecución de una tarea, tan dedicada y repetida, que permita al artista alienarse hasta el silencio, hasta alcanzar una verdad que le consuma. Las nuevas inscripciones son la mancha largamente meditada de la pincelada del calígrafo zen, la flecha liberada del arquero, el golpe coreografiado de un arte marcial, y su experiencia es más intensa cuanto más absurdo sea su propósito y más largamente aplazada su ejecución .

Un lenguaje es silencioso cuando no comunica nada. El artista, en su imaginación, trata de obtener una realización formal que resista cualquier explicación, que sea innombrable, ya que tal es la condición que requiere la representación de ese vacío que la experiencia de la muerte abre. Una pequeña muerte.

En este sentido se puede decir que la única ciencia que es ciencia verdadera, que tiene algún contacto con la verdad, es ésta paradójica, porque cualquier expresión entendida y aceptada es charla ociosa. En la magia de la integración final de estos dibujos otras voces son invocadas y los barcos llegan con la carga.

Otros trabajos de Inken, https://www.artsy.net/artist/inken-reinert

Text on «Silent Languages», a collection of drawings by Inken Reinert

When the members of an originally oral culture, that is to say, a culture in which neither rites, nor thoughts, nor traditions have been written down in any book, when these individuals approach the white man’s boat and observe, on the one hand, the movement of goods and, on the other, the accounting activity of contracts, invoices and receipts, they attribute magical value to the inscriptions covering the documents. It is these papers, they think, that possess the power to attract ships full of goods, and so they try out their own scribbles on borrowed sheets of paper and gaze at the horizon, waiting for the cargo that those drawings have invoked.

Some who see them waiting hopefully at the dock are moved by such innocence; others view them as ignorant savages. What is certain, contrary to all predictions, is that sooner or later the cargo arrives, because no reality can resist those who believe firmly.

In fact, someone who can neither read nor write has much more immediate faith in the cause/effect relationship than do scientists or businesspeople, who know that the value of the papers depends on the will of the people and the coercive means used to validate them. An oral culture, however, can only believe in causality in virtue of and to the extent that it occurs in a world such as theirs, without records, and with great flexibility between what the cause was and the effect will be, because in such a realm there is no possibility to compare what was expected with what arrived.

The inscription on the paper doubles time for the first time in the past and present, projecting one’s voice into the future, because before it, in oral culture, everything happens-happened-will happen at the same time. What is written on the paper is what one day was heard and which, if it hadn’t been written, would have to be heard again in the present to be remembered; and what is written is snatched from the present and belongs to the future. At the same time, writing compresses space into the two dimensions of the sheet of paper.

Indeed, this silent voice that researchers have recorded on the sheets of paper has no body, it doesn’t need a body to reproduce itself, or rather, any body will do. It is given a body by those same scientists every time they compare it with another they have found in new records, when they classify these and preserve them. The sounds resound in their bodies just like the lines of a musical score silently reproduced in the head of a pianist who is studying or composing.

The written notes reflect point by point the sound of the composition. However, when, by chance or fate, a new element appears on the surface of the paper – the blot of ink left by an overly filled fountain pen, a drop of coffee, the mold that feeds on paper stored in a poorly ventilated basement – the imprinted marks are incorporated into the reproduction like a clap of thunder. The noise negates the original sound, or else disperses it, flattens it and distances it from what it refers to, like that technique Glenn Gould used to practice, which consisted of turning a vacuum cleaner on in the room where the pianist was composing, which stopped him from hearing himself and which separated the impulses that caused piano keys to be pressed from what was played, as if the experience of the musician were divided between soul and body, or thought and emotion.

The graphics that an artist incorporates into those recordings will be anything but fortuitous. The inscribing voice given body by the artist is of a different nature. The structures that an artist includes on the paper do not negate the original content – neither the voice nor its transcription -, they are not added noise, but rather act as an exceptional counterpoint to it, musical in various senses, but also, as much as they may seem, for their part, vestiges of voices from the past, with another timber and another tone.

In a certain way, these superimposed graphics mute the original ones much more radically than a blot, a strident frequency. They are scientific decoys that promise a posterior meaning, following in the path of those reliable recordings that precede them, but do so only to betray them, because in reality they only signify themselves. In other words, at the very moment that clap of thunder, that impetuous and chance brushstroke appears, it negates itself as such. Its systematic, modular and exhaustive aspect is clearly scientific. These qualities, however, have been taken to such an extreme that they become absurd and the referent loses its connection to what is referred, and nonsense now pervades all layers. Two waves that cancel each other through a phenomenon known as “destructive interference”.

Science cannot be made absurd at someone’s whim. To achieve this, it is necessary to patiently untangle things from their certainties through the careful and repeated execution of a task that allows the artist to alienate him or herself into silence, until reaching a truth that consumes him or her. The new inscriptions are the long meditated mark of the brushstrokes of Zen calligraphy, the arrow freed from the archer, the choreographed blow of a martial art, and its experience is more intense the more absurd its purpose is and the longer its execution is delayed.

A language is silent when it doesn’t communicate anything. The artist, in his or her imagination, attempts to obtain a formal realization that resists any explanation, which is unnamable, for such is the condition required by the representation of that void that the experience of death opens up. A small death.

In this sense, it can be said that the only science that is true science, which is in touch with the truth, is such a paradoxical one as this, because any understood and accepted expression is idle chatter. In the magic of the final integration of these drawings, other voices are invoked and the ships arrive with the cargo.

Inken’s work https://www.artsy.net/artist/inken-reiner

Trans. William Truini