¡Finalmente! ¡Finalmente! El Mesón del Chuletón ha aprobado una partida de medio millón de lapiceros de colores para ayudar a los productores de cacharros.
El doctor Ubú, director del centro, lo ha
confirmado tras una conversación con el ministro de Advocación
y Desarrollo.
“El sector ha sufrido mucho y queremos contribuir,
con esta carga de batería, a activar el desfibrilador”.
La oposición ha manifestado su desacuerdo.
El monto, destinado a la adquisición de cacharros
recientes, será distribuido conforme al siguiente procedimiento: la institución
encargará a ojeadores de cacharros de prestigio la selección de un número
determinado de traficantes de cacharros que, a su vez, elegirán entre los
productores de cacharros con los que tienen acuerdos exclusivos a aquellos que
mejor se ajusten a la convocatoria. Después, los productores de cacharros decidirán,
de entre los cacharros que tienen en stock, cuál define mejor su calidad aparatosa.
Este cuidado ramillete de cacharros pasará a formar parte del patrimonio de
todos los españoles.
En principio todos los productores de cacharros
serán nacionales, aunque se ha especulado con la posibilidad de adquirir
cacharros extranjeros, siempre y cuando el traficante sea de Madrid.
La medida se ha hecho esperar, pero ya se han
abierto las compuertas, y el saco ha caído sobre la mesa con un golpe seco,
como el que hace, al chocar contra el suelo, un oso arrojado desde una
avioneta.
La oposición ha manifestado su desacuerdo.
Hay imagen sencilla que puede dar una idea de cómo se desarrollarán los acontecimientos a partir de ahora: es la de una de esas películas científicas en las que una cámara graba, a una velocidad de un fotograma cada minuto, el cuerpo de un animal que ha muerto en el bosque –un oso, quizás–. Una actividad frenética de agentes independientes de todos los tamaños –ojeadores, traficantes, administrativos, inspectores de hacienda– retiran pequeñas partes del cadáver, y dan a cambio facturas, albaranes, propuestas, recibos de la seguridad social, curriculums, descripciones literarias y técnicas, y certificados de autenticidad. Hasta los coleccionistas de cacharros ven, finalmente, recompensada su labor.
En último lugar, con retraso de unos milisegundos, llegan los productores de cacharros cuya ambición desmesurada sólo encuentra parangón en su timidez. A cambio de sus cacharros se llevan la raspa, con la que harán sopa y cuentas para collares.
No queda nada que ver, y la cámara deja de grabar.
Se apagan las luces y se recoge el equipo. Los científicos se marchan a otro escenario
en el que ahora se esté empezando a repartir dinero.
Sólo entonces el arte se decide a ocupar el lugar,
más por fotofobia que por ligofilia, como un cemento nivelador que busca
siempre el perfil más bajo.
If one looks towards America, far in the distance, from the ground of European cinema, it is difficult to tell apart Scorsese’s films from those of superheroes. Searching among the high budget films, among those which invest most of the resources in promotion and special effects – to the point of making them alike -, those that belong to the star system, those that promote tired concepts of the good and the evil, those addressed to the biggest audiences and those with spectacular plots without connection with real-life whatsoever, it is impossible to find the Irishman, but just because is perfectly well integrated in the group.
It would be a possibility to consider that Disney has hired Scorsese to declare against superhero movies, to start that polemic and to allow Marvel to reply his elitist opinions with despite, and appeal therefore to the right of low culture and of people amusing themselves consuming phantasy – to call it something. An easy and cheap way to promote ones and others. This strategy cannot be surprising, coming from a country in which most political life is devoted to convincing people that there exist differences between the two governing parties.
As part of the advertising campaign, the goody director puts the ridiculous request to the public of no watching the film on small screens. It would be pathetic if the ulterior motive of the whole operation weren’t the film to be watched on mobile phones. Scorsese’s most pressing desire was to achieve the wide distribution that only those platforms could offer and to satisfy it, he signed with Netflix. He had to invent a plot – a gimmick – that imposed a spend out of proportion and that could justify the drop of traditional production companies, all for the shake of “uncompromised creative freedom”. The rejuvenation of the actors by digital techniques is, in what to cinema respects – the seventh art -, unnecessary, disturbing and clumsy. ¿To rejuvenate Robert de Niro in order to him saying a sentence to the camera as he already uttered when he was thirty, and with the same delivery? ¿And why that actor, and not somebody younger, with an appearance easier to age? The film production would have been too uncostly for the purpose.
I read in social networks somebody saying that actors are great in the film. It is not surprising, as they are playing themselves in roles they have done many times – they feel so comfortable that sometimes even they exchange their roles, and Pacino plays de Niro and vice versa.
In the same goody-hypocrite spirit, Scorsese claims for the need of watching the film in one go, without cutting in ordered chapters – as some naïve fans have suggested – and that is also ridiculous: actually, in a film of ill-favoured machos like this, it doesn’t matter what point you start watching that there is highly possible the first thing you see is a guy killing another in a creative and brutal fashion. To that comes the “accumulation of details”.
Anytime that an instance of European cinema offers me an artistic experience, these reflections – normally drowsy – are awakening again, about the arrogance, the injustice and the impudence that carries the American culture imperial apparatus. As for vehicle of oppressing and capitalist ideologies, of stealthy infiltration, Netflix makes look the Hollywood studios like charities.
Si se mira hacia América en la lejanía, desde el territorio del cine europeo, es difícil distinguir el cine de Scorsese del de superhéroes. Al buscar entre las películas de superhéroes, las de alto presupuesto, las que gastan la mayor parte de los recursos en promoción y en efectos especiales – hasta el punto en el que se confunden unos y otros -, las que pertenecen al star system, las que promocionan conceptos de bien y de mal manidos, las que van dirigidas al público más amplio y las que tienen tramas espectaculares y sin conexión con la vida real, no se puede encontrar The Irishman, pero sólo por lo bien integrada que está en el conjunto.
Se podría pensar
que Disney ha contratado a Scorsese para declarar contra el cine de
superhéroes, para crear esa polémica y para que Marvel pueda contestar airadamente
sus opiniones elitistas, y apelar así al derecho a la baja cultura, y a que la
gente se divierta consumiendo fantasía – por llamarla así. Una manera sencilla
y barata de publicitarse unos y otros. No es rara esta estrategia viniendo de
un país en el que la mayor parte de la vida política está ocupada en la tarea
de hacer creer a la gente que existen diferencias entre los dos partidos que gobiernan.
Como parte de la campaña publicitaria, el director santurrón ruega al público que no vean la película en pantallas pequeñas. Resultaría patético si no fuera porque el hecho de que el que se viera en teléfonos móviles era desde el principio el motivo de toda la operación. Su deseo más ardiente era conseguir la difusión que sólo esas plataformas pueden ofrecer, y para satisfacerlo firmó con Netflix. Tuvo que inventarse una trama –un gimmick– que obligase a un gasto desorbitado y justificase el abandono de las productoras tradicionales, en nombre de la “libertad creativa”. El rejuvenecimiento de los actores por medios digitales es, en lo que respecta a las necesidades del gran cine –el del séptimo arte-, innecesario, perturbador, y torpe. ¿Rejuvenecer a Robert de Niro para que diga una frase a la cámara que ya dijo cuando tenía, veinte años, y cuando tuvo treinta, y también varios años después, y con los mismos gestos y la misma entonación? ¿Y porqué precisamente ese actor, y no alguien más joven, cuyo aspecto pueda envejecerse fácilmente? La película de esa manera hubiera sido demasiado barata para el propósito –de que sólo la pudiera pagar Netflix, y estuviera, por tanto, en teléfonos móviles–.
Leo en las redes
sociales alguien que dice que los actores están que se salen. No es raro, ya
que hacen de ellos mismos en papeles que han representado muchas veces- se
encuentran tan cómodos que a veces hasta se intercambian los papeles y Pacino
hace de de Niro y viceversa.
En el mismo espíritu
hipócrita-santurrón, Scorsese reclama la necesidad de ver la película de un
tirón, sin cortarla en capítulos ordenados – como han sugerido inocentemente algunos
de sus fans -, y resulta también ridículo: de hecho, en una película de
machitos malotes como ésta, da igual el punto en el que se inicie la
reproducción, porque hay muchas posibilidades de que lo primero que se vea sea un
tipo matando a otro de una forma creativa y brutal. En eso consiste la “acumulación
de detalles”.
Cada vez que un nuevo
ejemplo de cine europeo me ofrece una experiencia artística, se despiertan en mí
estas reflexiones, normalmente adormiladas, sobre la arrogancia, la injusticia
y la impudicia que conlleva todo el aparato imperial de la cultura americana. En
cuanto a vehículo de ideologías opresoras y capitalistas, a infiltración
sibilina, Netflix hace que los estudios de Hollywood parezcan sociedades benéficas.
Lucas Cranach the Elder – The Stag Hunt of Elector Frederick the Wise, 1529
El grado de poder que Greta Thunberg ha adquirido en poco tiempo es fascinante.
Ha conseguido reunir ese poder gracias a que promueve una causa justa, de acuerdo con valores de justicia que parecen estar caducados pero que, de hecho, mueven a actuar a gran parte de la población, por lo menos por un rato, por lo menos mientras eso no haga peligrar sus estándares de vida. Hay mucha gente de buen corazón, en general y dentro de unos márgenes.
La cosa le ha salido bien también porque el problema es acuciante, parece
estar todo el mundo de acuerdo. Los que no están de acuerdo, se pueden decir
que no son “mundo”, no viven en este mundo. El poder estaba allí flotando y
alguien tenía que aglutinarlo.
Sin embargo, también hay gente cuyo interés es hacer el mal a los otros y no aguantan a Greta Thunberg ni a nadie que defienda una causa con atisbos de ser buena. Quizá no pueden hacer otra cosa, por motivos psicológicos profundos, porque no conocen otra cosa, o porque han nacido en Norteamérica. Greta Thunberg les fastidia y quieren que desaparezca del planeta. Les fastidia por envidia, o porque pone en cuestión sus modos de vida (es decir, que verla les duele en lo profundo) y también por motivos económicos más o menos conscientes, como el miedo a la recesión, a que los negocios que les dan de comer queden en entredicho, a perder una parte de su identidad (la de consumidores, por ejemplo, que en algunos casos es muy marcada) o a que no puedan volver a viajar en avión. No hay duda de que factores nacionalistas y de raza también entran en juego, aunque de forma estructural más que explícita.
Por eso cada vez que aparece alguna información sobre el fenómeno Thunberg
en algún medio en el que las informaciones se pueden comentar– por ejemplo, la
propia cuenta de Twitter de Thunberg -, mezclados con los halagos, las arengas,
las muestras de apoyo y amor, y las descripciones del caso como extraordinario
en la historia de la humanidad, aparecen críticas de todos los tipos, la mayor
parte de ellas con tono troll, que quieren desprestigiar, insultar, o hacer
desmerecer todo lo que Greta Thunberg haga o diga. Los casos más comunes son los
siguientes:
Por
supuesto están los comentarios que dudan de todo el fenómeno del cambio
climático, que dicen que esto aburre, o que son sólo ganas de meter miedo a la
gente.
En
otros se acusa a la protagonista de estar manipulada, de ser un muñeco al
servicio de oscuros intereses – comunistas, en varios comentarios -, se le presenta
como un caso de explotación infantil. Puede que sea cierto, porque siempre hay
manipulación, y seguro que hay gente poderosa, o relativamente poderosa, a la
que el mensaje de Thunberg le resulta algo digno de apoyar. Y es evidente que
tiene mucha gente detrás – se ve en las manifestaciones populares. Cuando hay
tantas expresiones públicas que se apoyan en el “nosotros”, no deja de ser
curioso que se acuse de ser un muñeco a alguien que habla tan en primera
persona, y con tanta firmeza. Los que usan estos argumentos intentan que Thunberg
parezca una especie de Shirley Temple, porque esos son los referentes que les
vienen a la mente en cuando ven a un niño, sobre todo si es en la pantalla. En
algunos comentarios Greta Thunberg es cómplice de toda la ignominia y en otros
es una pobre víctima, y se la compadece falsamente (compasión instrumental).
Otra
gran parte de los ataques están basados en lo que se llama argumentum ad
hominem, por los que se le pregunta si ella personalmente no crea CO2 por
sí misma, si no va nunca en coche, y se le pide que explique cómo consigue acudir
a todos esos encuentros sin hacer daño al planeta… – “ajá, tú también eres
culpable”, es el mensaje que subyace, en un intento – bastante desesperado,
digamos – por desarmar la reclamación que hace la activista. A Greta Thunberg se
le intenta desprestigiar por su particular forma de hablar, por ser un caso del
trastorno de Asperger, y por su edad, que no le da perspectiva suficiente para
hablar como un adulto (?).
Como
en todos los casos que alguien quiere imponer alguna restricción, por ligera y
razonable que sea, una falacia del tipo reductio ad hitlerum tiene una presencia
importante. Así, se compara a Greta Thunberg con miembros de las juventudes
hitlerianas, sobre todo con los que se arreglaban la melena en dos trenzas
largas a los costados. Como en este planeta caliente el concepto de libertad es
intocable, muchos comentarios intentan que todas las propuestas inconvenientes
sean asociadas con ataques a la capacidad de la gente para decidir por ella
misma.
Se le
acusa de utilizar medios ilícitos para conseguir que su mensaje salga adelante,
de no ajustarse a la realidad y de no hablar ponderadamente. Se le acusa de ser
propagandista.
La última de estas críticas es la que tiene una base más sólida, si uno quiere pensar así. Se expone habitualmente haciendo ostentación de un grado elevado de odio, y sin ocultar la agenda que de quien la expone, pero no le falta razón a quien acusa a Greta Thunberg de ser parte de un fenómeno propagandístico. ¿Cómo, si no, podría haber alcanzado una situación en la que todos sus actos tengan tanta repercusión?[1] Contra las siniestras estrategias de la propaganda sólo se puede tener alguna posibilidad de éxito si se lucha con más propaganda, porque sólo la emoción está la altura de la emoción, y todos los razonamientos quedan muy en desventaja y se vuelven inútiles. Lo especial de este caso es que Greta Thunberg está mejor equipada para este enfrentamiento que muchos de sus adversarios. Se podría decir – como dijo Truman de la bomba atómica – que tener control de la propaganda es una responsabilidad horrible, y debemos agradecer a dios que la tengamos nosotros (Greta Thunberg) en lugar de que la tengan nuestros enemigos.
La baza principal de la estrategia propagandística de Greta Thunberg, que
le sirve para acaparar todos los noticiarios y para, sin necesidad de grandes
gestos, dejar en ridículo a los que le atacan, es que su personaje es un casting
against the role. Es muy difícil encajar su imagen con lo hace y dice, porque
es una niña – todo ataque parece desproporcionado -, porque tiene una
deficiencia – no se la puede acusar de demente -, porque no tiene diplomacia –
no entra en el juego político –, etc. Todo en ella apela a la emoción. Si lo
que dice Thunberg lo dijera un señor mayor, perfectamente inteligente, y con
argumentos razonados, conseguiría muy poco en el aspecto mediático y de
agitación de las masas (que le pregunten si no, a Noam Chomsky).
Por esto puede llegar a todos los medios de comunicación, puede dominarlos
y manipularlos, sabe hacerse noticia. Si muchas de las críticas de los trolls
no le afectan es porque juega en el mismo terreno, y partiendo de condiciones
mucho más favorables.
Donde más claramente se demuestra este salto estilo Fosbury en los medios de comunicación, esta estrategia por la que se sale del papel y que ha pillado desprevenidos a todos sus competidores, es en la peculiaridad de que, al contrario de lo que acostumbra a encontrarse el público en las proclamas humanistas, Greta Thunberg habla desde su egoísmo, un factor que en los tristes tiempos actuales otorga mucha credibilidad, y hace que los argumentos les parezcan más firmes a muchos, más sinceros y mejor construidos. Efectivamente, no lo hace por el planeta, ni por el respeto a la naturaleza, ni por el bien universal… lo hace porque ella y los suyos – los de su edad y los que vengan – quieren una parte del pastel. Ese mensaje lo entiende perfectamente el lector común de periódicos y redes sociales.[2] En el mismo sentido, también tiene un gran atractivo para el público el que sean los gobiernos los interpelados, en lugar de una exigencia de que el público que corea sus mensajes haga algo al respecto.
Hay que dejar de lado la contradicción que existe en invocar a la ciencia para la solución de un problema que la ciencia ha creado. Es demasiado compleja para que sirva a ningún propósito en este artículo, ni a favor ni en contra. Pero en una de las primeras de sus arengas que se hicieron extensamente públicas, Thunberg explicó que el motivo para empezar esta cruzada era el que cuando tuviera 70 años y le preguntaran sus nietos cómo había podido dejar que las cosas llegaran hasta donde habían llegado, no tendría respuesta. Aquí, “por una parte del pastel” se entiende que ella y su generación quieren tener otra generación detrás, criar a sus hijos y a sus nietos, y eso agrava el auténtico problema ecológico con el que se enfrenta la raza humana, el desborde absoluto por todos sus lados, la superpoblación, del que el calentamiento global es sólo un síntoma.
En última instancia la propaganda siempre gana, y los medios de comunicación son siempre los que manipulan cualquier declaración, sea como sea de bienaventurada. Si la superpoblación no aparece en los mensajes que lanza Greta Thunberg es porque si así fuera la popularidad de la candidata empezaría a caer en los ratings. Al fin y al cabo, la mayor parte de la población se realiza a sí misma como humana teniendo hijos, en mayor número cuanto más de derechas sean. No creo que haya ninguna mala intención en que Greta Thunberg no hable de ello (de hecho, no he vuelto a ver esta referencia a los hijos y los nietos en ninguna de sus intervenciones posteriores, o sea que quizá sea consciente del conflicto), pero la precaución hace que desaparezca de los discursos y esto vuelve toda la operación carente de sentido, pierde mucha credibilidad – para algunos -, y capacidad para refrescar el discurso y el planeta.
El ser humano es arrogante y le parece normal comerse a todas las demás especies. Si hubiera menos humanos, tocarían más animales por persona. No se trata de matar a nadie, ni siquiera de prohibirle procrear. Se avanzaría mucho en la solución del problema con sólo poner unas pocas trabas, educadamente, a la exaltación sin límites de las virtudes de la natalidad que se da en todos los foros, en el ámbito público y en el privado, en términos sociales, políticos y económicos, por activa y por pasiva, con argumentos de buena y de mala fe, ciertos y falsificados.
[1] Las acciones de carácter militante que buscan la consecución de un fin
pueden ser clasificadas dentro de tres tipos: 1, las que se dirigen hacia el
fin; 2, las que además de contribuir al fin, animan a otros a ir hacia él; y 3,
las que en el aspecto práctico actúan contra el fin pero su efecto público es
útil para animar a otros a contribuir al fin. Las primeras, que sólo ponen su
granito de arena en la solución del problema, por su propia naturaleza, no
afectan a nadie excepto al que las hace, porque son privadas, no tienen esa
capacidad de extenderse mediáticamente. La posibilidad de las del segundo tipo
es muy escasa, aunque cuando se dan son muy eficientes. Las terceras son las
propiamente propagandísticas: el hecho de viajar a América en un barco que no
emite CO2 es una acción del tercer tipo, porque en las operaciones alrededor de
ésta hubo una producción extra de CO2 – los pilotos tuvieron que volver en
avión, por ejemplo – de la que se hubiera dado si se hubiera quedado en casa
intentando no respirar. Sin embargo, es de suponer que este gesto vale la pena
en el sentido de la protección del medio ambiente en cuanto que ha tenido un
efecto importante para el avance de la causa.
[2] Albert Camus en sus diarios dice que lo
miserable de este siglo (el 20) es que hace mucho había que justificar las
acciones malvadas, cuando ahora hay que justificar las buenas. En el siglo 21, a
quien hace el bien o actúa de forma altruista, en los medios públicos es
clasificado directamente en la categoría de falso o de gilipollas.
No se puede pintar bien si no se tienen en consideración los problemas escultóricos que presenta la pintura, si no se entiende el volumen de los cuadros y de los objetos representados. No se pueden hacer buenas esculturas sin estudiar los aspectos fotográficos que presentan esos objetos. No se pueden hacer buenas fotografías si no se observa la secuencia de las imágenes, si no se contempla el significado de las imágenes en movimiento. No se pueden hacer buenos videos ni películas sin dejarse absorber por los sentimientos que se expresan en las novelas. No se puede escribir buena literatura que no sea a la vez un ensayo sobre la vida. No se pueden escribir buenos ensayos si no se tiene sensibilidad poética. Para ser poeta hay que pensar. Pensar es imposible si no se vive una vida justa.
Imagina que dejas
de tener respeto por los géneros de discurso.
Imagina que eres
un nazi en un planeta en el que el valor de las personas se mide por su
capacidad de comer tantos niños como puedan en los treinta minutos después del
coito.
Imagina que tu
hermana se ha convertido en una rata con superpoderes y que los usa para espiar
a hombres desnudos que se peinan el cabello en las sinagogas de Jakarta.
Imagina que has sido medio devorado por un coleccionista de carne humana.
Hay que defender la cultura. El capitalismo impone unas condiciones sociales en las que los trabajadores de la cultura viven cada vez más precariamente. La gente no tiene tiempo ni dinero para leer, los productos culturales están, cada vez más, sólo al alcance de los ricos. Hay que defender a la cultura del ataque constante al que la somete el capital. Pero ¿qué cultura? No toda la cultura es igual. Muchos de los torturadores y asesinos del pasado – y del presente – eran extremadamente cultos.
Hay que defender la cultura buena, la que ayuda a la humanidad, la cultura que contribuye al bien común, y a la conservación de las tradiciones y de la naturaleza, la que es innovadora… Pero ¿cómo se sabe cuál es la buena?, ¿cuál contribuye?, ¿cuál conserva y renueva?, ¿qué es tradición y qué es barbarie?, ¿qué es defensa de privilegios?… ¿qué es agresión al indefenso?
Hay que ofrecer a la gente las herramientas para que puedan discernir entre la buena y la mala cultura, que estudien y se creen sus propios juicios, para que puedan saber cuál es la buena y quieran defenderla. Pero ¿qué herramientas? Las que sirven para ayudar a la gente a pensar también sirven para hacerla más cruel, los creativos de las asociaciones humanitarias usan los mismos instrumentos que los publicistas de las instituciones bancarias, de los cárteles de la droga, de las compañías petrolíferas. En todas las casas se escucha Spotify…
Hay
que entender lo que hay de bueno y de malo en cada herramienta, antes de
ofrecérselas a nadie. Hay que ver que su uso sea apropiado. Hay que mirar con
microscopio al microscopio. Hay que escribir “bolígrafo” con un bolígrafo. Hay
que dibujar una silla con la palabra “silla”, subirse encima y preguntarse qué
sentido tiene estar ahí. Es de esta manera que uno es artista, si del cielo le
caen los dilemas. Verás, no hay más que probar con otra cosa…
Escribir es una actividad ineludible porque sirve para pensar – y no al revés: no se piensa para poder escribir. Y lo mismo se puede decir de la práctica del arte: no se piensa para hacer obras de arte, sino que se hacen obras de arte porque es una manera de exorcizar lo que a uno le turba, mediante una actividad que atrapa el conocimiento. Es ésta una forma de ver la escritura y el arte que resulta paradójica – o simplemente falsa – si se mira al mundo del arte actual, que está constituido por muchos individuos todo el día rascándose la cabeza para averiguar, como si fueran publicistas, qué pueden fabricar que impresione a los clientes.
Lo que se escribe ha de estar pensándose – considerándose – en ese mismo momento que se escribe para que tenga valor, es decir, para que satisfaga al escritor que tiene que sobrellevar lo vivible de la vida, su falsedad.
En este sentido cita Paul Virilio en La estética de la desaparición la frase motto de Lord Mounbatten con respecto al avance armamentístico: “cuando funciona, ya está obsoleto”. El tiempo que requieren las pruebas que asegurarían al ejército el perfecto funcionamiento del arma en el campo de batalla, es el que necesita el ejercito enemigo para desarrollar la contra arma, que vuelve inútil a la primera. De la misma manera, si el texto que se escribe tiene todos sus papeles en regla – unas cuantas lametadas de más – ya ha perdido el interés.
Por eso leo los libros de nuevo, como si los hubiera escrito otra persona, cuando llegan con la tinta fresca de la imprenta, para ver si estoy todavía de acuerdo con lo que escribí. Hace unos meses me llegó uno en el que uno de los párrafos decía:
Se atribuye a Isaac Asimov la siguiente cita: “La frase más excitante que se puede oír en ciencia, la que anuncia nuevos descubrimientos, no es ‘Eureka’, sino ‘Es curioso…’ “. La más excitante en arte, en lugar de “¡qué bello!” probablemente podría ser también “¡qué raro esto!” o, más bien, “¿qué diablos es esto?”
Mmmm… Si lo hubiera pensado un poco más, si hubiera tenido un par de noches más de insomnio antes de la publicación, la última frase ahora diría: “la frase más excitante en arte es “¡lo perdí!» – en lugar de “ ¡lo encontré!” (Eureka).”
Porque el arte es una labor de despojamiento, y el momento artístico se caracteriza por la pérdida de algo que el artista sabe que tiene, que forma parte de él. “El progreso de un artista es un continuo autosacrificio, una continua extinción de la personalidad”, dice T. S. Eliot en Bosque sagrado.
El momento repetido del arte y el pensamiento no es el del encuentro con la idea maravillosa, sino la del descubrimiento de que lo que se ha creído, a pies juntillas y por tanto tiempo, era falso.
Según un registro etimológico en disputa, pero con cierta credibilidad, el origen de la palabra “guerra” estaría en la palabra del sánscrito Gavisti. Significa “deseo de tener más vacas».
Según otro registro etimológico – mucho más sospechoso, hasta el punto de que podría dar lugar al género Ety-Fi (Etimología ficción) – el origen del término “arte” estaría en una palabra del sánscrito que significa “deseo de tener menos vacas”.
Se puede ver así si se entiende el arte desde el punto de vista sacrificial, del don y del derroche de Bataille. Destruir lo útil para purificarlo, extraer los objetos del mundo profano y llevarlos al mundo sagrado.
Pero toda acumulación primitiva es acumulación de armas, no de riqueza. La destrucción sacrificial no sólo es de bienes, sino de medios de defensa. En el arte se trata, por tanto, de lograr una extinción múltiple del artista: de su personalidad, de sus bienes y de sus medios para conservarlos.
Tomen nota, por favor. El discurso que mantiene que todas las voces disidentes son absorbidas y neutralizadas por el sistema es solo una línea propagandística del sistema para hacer pensar que todo está perdido. En realidad, los mensajes de verdad disidentes duelen, pero solo al que los emite. Todo está perdido.
Lo más fundamental que puede ignorar un ignorante es el hecho de que ignora. El descubrimiento de que se puede estar ignorando es un punto de inflexión en la vida de una persona pensante. Una vez que un ignorante descubre que ignora, da un paso adelante tan grande en su desarrollo intelectual que es difícil encontrar continuidad entre esos ignorantes totales y estos otros menos ignorantes. Se diría que en ese gesto hay un espacio grande de ignorancia que se salta sin casi aprender nada.
El descubrir que se ignora consiste, únicamente, en adquirir la capacidad de sospechar de que todo lo que uno dice o piensa es un error. En eso se diferencian esencialmente los dos estados. Aunque después de ese primer reconocimiento se descubran muchas otras cosas que se ignoraban, e incluso que se ignoraba que se ignoraban, esos descubrimientos no se da desde una inocencia ilimitada, como sucede con el primer descubrimiento.
El estado del que ignora que ignora y de aquel que sabe que ignora son tan heterogéneos que es difícil recordarse a uno mismo ignorando que ignoraba. Una vez que uno sabe que ignora es inconcebible pensar que antes ignoraba tal cosa. Es como si se tratara de otra persona. La separación entre estos estados es como la del protagonista de Informe a una academia de Kafka, que no puede saber cómo era para él el mundo antes de aprender a hablar, porque en cierto modo el hablar fue lo que dio lugar al mundo y, en cualquier caso, ese mundo pre-lenguaje no podía ser expresado con lenguaje.