
Si se mira hacia América en la lejanía, desde el territorio del cine europeo, es difícil distinguir el cine de Scorsese del de superhéroes. Al buscar entre las películas de superhéroes, las de alto presupuesto, las que gastan la mayor parte de los recursos en promoción y en efectos especiales – hasta el punto en el que se confunden unos y otros -, las que pertenecen al star system, las que promocionan conceptos de bien y de mal manidos, las que van dirigidas al público más amplio y las que tienen tramas espectaculares y sin conexión con la vida real, no se puede encontrar The Irishman, pero sólo por lo bien integrada que está en el conjunto.
Se podría pensar que Disney ha contratado a Scorsese para declarar contra el cine de superhéroes, para crear esa polémica y para que Marvel pueda contestar airadamente sus opiniones elitistas, y apelar así al derecho a la baja cultura, y a que la gente se divierta consumiendo fantasía – por llamarla así. Una manera sencilla y barata de publicitarse unos y otros. No es rara esta estrategia viniendo de un país en el que la mayor parte de la vida política está ocupada en la tarea de hacer creer a la gente que existen diferencias entre los dos partidos que gobiernan.
Como parte de la campaña publicitaria, el director santurrón ruega al público que no vean la película en pantallas pequeñas. Resultaría patético si no fuera porque el hecho de que el que se viera en teléfonos móviles era desde el principio el motivo de toda la operación. Su deseo más ardiente era conseguir la difusión que sólo esas plataformas pueden ofrecer, y para satisfacerlo firmó con Netflix. Tuvo que inventarse una trama –un gimmick– que obligase a un gasto desorbitado y justificase el abandono de las productoras tradicionales, en nombre de la “libertad creativa”. El rejuvenecimiento de los actores por medios digitales es, en lo que respecta a las necesidades del gran cine –el del séptimo arte-, innecesario, perturbador, y torpe. ¿Rejuvenecer a Robert de Niro para que diga una frase a la cámara que ya dijo cuando tenía, veinte años, y cuando tuvo treinta, y también varios años después, y con los mismos gestos y la misma entonación? ¿Y porqué precisamente ese actor, y no alguien más joven, cuyo aspecto pueda envejecerse fácilmente? La película de esa manera hubiera sido demasiado barata para el propósito –de que sólo la pudiera pagar Netflix, y estuviera, por tanto, en teléfonos móviles–.
Leo en las redes sociales alguien que dice que los actores están que se salen. No es raro, ya que hacen de ellos mismos en papeles que han representado muchas veces- se encuentran tan cómodos que a veces hasta se intercambian los papeles y Pacino hace de de Niro y viceversa.
En el mismo espíritu hipócrita-santurrón, Scorsese reclama la necesidad de ver la película de un tirón, sin cortarla en capítulos ordenados – como han sugerido inocentemente algunos de sus fans -, y resulta también ridículo: de hecho, en una película de machitos malotes como ésta, da igual el punto en el que se inicie la reproducción, porque hay muchas posibilidades de que lo primero que se vea sea un tipo matando a otro de una forma creativa y brutal. En eso consiste la “acumulación de detalles”.
Cada vez que un nuevo ejemplo de cine europeo me ofrece una experiencia artística, se despiertan en mí estas reflexiones, normalmente adormiladas, sobre la arrogancia, la injusticia y la impudicia que conlleva todo el aparato imperial de la cultura americana. En cuanto a vehículo de ideologías opresoras y capitalistas, a infiltración sibilina, Netflix hace que los estudios de Hollywood parezcan sociedades benéficas.