El activista frente al apocalipsis ecológico

Foto Sigurdur Gudmundsson

Sólo hay dos acciones de verdadera relevancia que un activista pueda emprender para detener la catástrofe ecológica: no tener hijos, y suicidarse. Todas las demás medidas que se tomen son equivalentes a calcular la cantidad de CO2 que se deja de arrojar a la atmosfera si no se fabrica chocolate para el loro.

Pocos quieren suicidarse, por lo menos por ese motivo, aunque algunos lo hacen, por lo menos en la ficción (véase First Reformed de Paul Schrader). De todas formas, el suicidio no es tan importante, porque se pueden conseguir aproximadamente los mismos resultados por otros métodos como, por ejemplo, dejar pasar el tiempo.

Algunos no quieren tener hijos, pero la mayoría, los tiene (por lo menos en la ficción). Cada hijo evitado (aun dejando de lado consideraciones geopolíticas) son unos 700 pañales menos (en la infancia), tres mil platos de usar y tirar no producidos, cuarenta móviles, veinte ordenadores, cientos de miles de kilómetros en viajes de avión menos, etc etc, y la potencialidad de muchos otros, los de sus hijos y los hijos de sus hijos. ¿Cuánto CO2 lanza a la atmosfera una persona a lo largo de su vida? A lot.

Los activistas más comprometidos tienen hijos, o esperan tenerlos. Los que tienen hijos se vuelven activistas. No podía ser de otra manera, porque quieren un planeta limpio para sus hijos. Los que no tienen hijos en cien años estarán calvos, y todo lo que lleve su nombre habrá reducido sus emisiones de gases invernadero a cero.

Los niños acuden a las concentraciones para salvar el planeta. Parece encajar bien: una familia, la inocencia de sus hijos, la pureza de los paisajes naturales, salvar el planeta. ”¿Qué planeta vamos a dejar a las nuevas generaciones?”, preguntan retóricamente. El único legado que se ve a simple vista es… un planeta lleno de nuevas generaciones.

Cuando Greta Thunberg, la joven activista, reclama en un video la inmediata acción de los gobiernos para salvar el planeta, lo dice bien claro: “¿qué diré a mis niños cuando tenga setenta y cinco años?”. Su mensaje revolucionario lleva implícito que ella también va a contribuir a llenar el planeta de nuevas generaciones… y parece que tiene la esperanza también de, por lo menos, segundas nuevas generaciones. Supongo que a sus nietos les desea que sean felices y que tengan mucha familia. Que sean buenos y que reciclen los envases de los yogures. La señorita Thunberg acaba sus speeches exigiendo que “ellos” hagan algo por el futuro de nuestros hijos y nietos.

Para una perfecta definición de la palabra “tabú”, no hay más que mirar al problema de la superpoblación del que nadie quiere hablar, no sólo ignorado, sino activamente suprimido del debate… si se vuelve inevitable abordarlo de alguna manera, se hace desde el punto de vista de las mejoras de la producción agrícola, y de los grandes números, o radicando el problema en China o la India (me pregunto cómo evitarán hablar allí del asunto: quizá hablando de cómo son los hijos de los americanos y los europeos los que destrozan el planeta).

Pero nadie arenga a las masas para que eviten reproducirse, nadie vota a quien no mantiene esa imagen de familia, ningún político cuestiona, por lo tanto, el derecho a procrear, nadie pide que retiren los incentivos a la natalidad (IVF included), a las familias numerosas, o que se pongan impuestos a la procreación como un lujo, ya que lo es, desde muchas perspectivas. No se ven estas medidas en los folletos de Greenpeace, de WWF, de Biodiversity International, de Friends of the Earth o de Rainforest Foundation Fund. Y no lo llevan los verdes a la campaña electoral… Su tarea de salvar la naturaleza sería mucho más sencilla si no hubiera tantos humanos a los que convencer de que se comporten correctamente, si no hubiera tantos humanos en busca de Lebensraum. (Una noticia de hoy como ejemplo, de gran alarma, sin una mención a esta cuestión)

La crítica a la natalidad es siempre mal recibida, provoca emociones exaltadas, de odio y repulsa, y es ridiculizada y bloqueada, aunque como ésta, no esté motivada por las restricciones que ponen en el autor las necesidades futuras de los hijos y los nietos de los demás sino, además de por otros factores, por un aprecio a la armonía con el medio natural y con los que ahora viven en él.

Milenios en los que la especie no ha hecho más que intentar sobrevivir no pueden ser borrados de un día para otro, y la inercia adquirida es difícil de detener: la vida de un ser que ha sido programado con la directiva principal de reproducirse y de dominar sobre el máximo número de especies y la máxima superficie de terreno pierde todo sentido si se le quita éste de la reproducción.

Históricamente se han tenido hijos porque hacía falta sangre para la guerra, braceros baratos para explotar las tierras de la familia, porque hacen falta contribuyentes que paguen las pensiones, porque la familia integra, porque los hijos hacen a la población sumisa a credos y religiones, porque crean prosperidad y paz social, porque son el vivo retrato de sus padres, porque vienen con panes bajo el brazo… Las explicaciones son innumerables, y muy bien fundadas. Pero sobre todas ellas: la procreación colma la vida, porque es la forma suprema de exorcizar el pánico al vacío de la muerte. En la procreación el individuo vive la eternidad de forma simbólica, en la supervivencia de la especie se vive metonímicamente la eternidad del individuo. Se alivia la angustia de la muerte.

Se podría atajar de forma sencilla este problema – y otros muchos derivados. Sólo haría falta que la humanidad en su conjunto, y cada uno de sus miembros por separado, se psicoanalizaran y pudieran, así, afrontar ese trauma que convierte en un síntoma de neurosis cualquiera de sus actividades en la tierra.