
Dice Artforum que noventa y dos directores de museos han firmado un documento denunciando el hecho de que los activistas contra el cambio climático utilicen las obras de arte como objetivos. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿Qué hay más importante para un director de un museo que que no le ensucien el mármol, que defender la importancia del arte y la cultura, que evitar esos problemas enojosos? Ése es su trabajo, de eso depende su sueldo y su alegría.
También muchas personas sensibles, amantes de los objetos artísticos y culturales, creen que los activistas se equivocan, porque estas obras son muy valiosas, propiedad de la humanidad, porque da mala imagen a la causa, porque el arte está al margen de los manejos de la industria petrolera y de los gobiernos contaminantes. Por supuesto que estas personas están a favor de la defensa del planeta, siendo lo sensibles que son, pero esas no son maneras, piensan – lo escriben en los periódicos y en los blogs, también—.
Bueno. Los activistas han escogido el objetivo adecuado – lo sepan o no, lo hagan por las razones correctas o por equivocadas—. Primero, porque —hay que recordar— la cultura es lo contrario a la naturaleza. Lo que se cultiva es lo que se extrae de su estado natural y, de una manera u otra, con el propósito de explotar los recursos que contiene la naturaleza. Estas obras atacadas, cuanto más valiosas culturalmente, más culpables son con respecto a la destrucción de la naturaleza. Son culpables, por ejemplo, de atraer miles de turistas que, para verlas, vuelan como moscas, pero en líneas regulares, desde todos los puntos del planeta (eso quieren los directores de los museos, que más turistas vuelen a ver ese “patrimonio de la humanidad”).
Estas obras son valiosas, y la punta de un iceberg al que el calentamiento del planeta hace engordar a la vez que contribuye más al calentamiento: ¡cuántas obras, menos conocidas, hay en las salas de los museos, en los sótanos, en las galerías, en los estudios de los artistas, todas ellas con su modesta contribución de CO2 a la atmósfera! ¡Cuántas veces viajan esas obras en cajas aparatosas, con su personal especializado, con todos los papeles en regla! ¡Cuántas van de un continente a otro a ferias de arte, y con ellas sus artistas, vendedores, compradores, avistadores y arribistas! ¡Cuántos artilugios nacen en los talleres del mundo entero, con su gasto descomunal de materias primas, con su apoyo tácito a las empresas petrolíferas!
¿Son valiosas estas obras atacadas? Lo serán también las que hay junto a ellas en el museo. Y los coches de Sir Norman Foster que se mostraron en el Guggenheim, y los trajes de modistos que se han exhibido en muchos museos. Y -no se puede ser elitista-, también son valiosos los macroconciertos, y todos los parques de atracciones, de Marvel o Disney, y las motos de agua son cultura; el mundial de fútbol y todas las ligas; ni que decir tiene que la gastronomía, la carne de ballena o los percebes son cultura. Porque en este mundo democrático al que nadie está dispuesto a renunciar y bajo este régimen totalitario que imponen los medios de comunicación, esas obras tienen el mismo valor que las giras de Jenifer Lopez, por ejemplo – para los activistas por supuesto y, con gusto tirarían sopa a Jenifer Lopez, por el bien del planeta, o se pegarían a sus pantorrillas con superglue.
Tengo mis objeciones a las acciones de los activistas y a las respuestas que provocan:
La condición primera para defender el arte – coherentemente con el arte – es conocer y hacer explicita su premisa: el arte no tiene valor y, cuánto menos los objetos artísticos.
La condición primera para defender al planeta – coherentemente con el planeta — es denunciar el problema auténtico con el que se enfrenta, que no es ni el CO2, ni las empresas petroleras, ni los gobiernos insidiosos, ni el capitalismo. Es la arrogancia de los seres humanos, su cultura, pero sobre todo, sobre todo, su número. Como he escrito hace poco en un libro panfleto: son vuestros hijos, estúpidos.