Cuando los miembros de una cultura originalmente oral, es decir, una en la que ni ritos, ni pensamientos, ni tradiciones han sido escritos en libro alguno, se acercan al barco del hombre blanco y observan por un lado el trasiego de mercancías y, por el otro, la actividad contable de contratos, albaranes y facturas, atribuyen valor mágico a las inscripciones que cubren los documentos. Son esos papeles, piensan, los que tienen el poder de atraer los barcos repletos de mercancías, y ensayan sus propios garabatos en cuartillas prestadas, y miran al horizonte a la espera de la carga que esos dibujos han invocado.
A algunos de los que los ven, expectantes, en el muelle, les conmueve esa inocencia; para otros son salvajes ignorantes. Lo cierto es que, contra todo pronóstico, antes o después la carga llega, porque no hay realidad que se le resista a quien cree firmemente.
De hecho, quien no sabe ni leer ni escribir tiene una fe en la relación causa/efecto mucho más inmediata que la de científicos y negociadores, que saben que el valor de los papeles depende de la voluntad de las gentes y de los medios coercitivos que se empleen para validarlos. Ahora bien, una cultura oral sólo puede creer en la causalidad en virtud y en la medida en que ésta tiene lugar en un mundo como el suyo, sin registros, y con una gran flexibilidad entre lo que fue la causa y lo que será el efecto, porque ahí no hay posibilidad de comparar lo que se esperó con lo que llegaba.
La inscripción en el papel desdobla el tiempo por primera vez en pasado y presente, proyecta la voz hacia el futuro, porque antes de ella, en la cultura oral, todo sucede -sucedía, sucederá- a la vez. Lo que está ahí escrito es lo que un día se oyó que, de no haberse escrito, habría que oír de nuevo en el presente para recordar; y lo que se escribe, se escamotea del presente y pertenece ya al futuro. A la vez, la escritura comprime el espacio en las dos dimensiones de la hoja.
En efecto, esta voz silenciosa que los investigadores han registrado en los papeles no tiene cuerpo, no necesita un cuerpo en el que reproducirse, o bien, le sirve cualquier cuerpo. Se lo dan esos mismos científicos cada vez que la contrastan con otra que han capturado en nuevos protocolos, cuando clasifican éstos y los preservan. Los sonidos resuenan en sus cuerpos como las líneas de una partitura se reproducen calladamente en la cabeza de un pianista que estudia, o que compone.
Las notas escritas reflejan punto por punto el sonido de la composición. Sin embargo, cuando por azar o por fatalidad un nuevo elemento irrumpe en la superficie del papel – la mancha de tinta que deja una pluma demasiado cargada, un gota de café, el moho que se alimenta del papel almacenado en un sótano mal ventilado- las huellas que imprime se incorporan a la reproducción como un estruendo. El ruido niega el sonido original, o bien lo dispersa, lo aplana y lo aleja de su referente, como aquella técnica que Glenn Gould usaba para practicar y que consiste en hacer funcionar una aspiradora en la habitación en la que el pianista compone, que le impide oírse y que separa los impulsos que hacen apretar las teclas de lo que suena, como si dividiera la experiencia del músico en alma y en cuerpo, o en pensamiento y en emoción.
Los gráficos que un artista incorpore a esos registros serán todo menos azarosos. La voz que inscribe y a la que da cuerpo el artista es de otra índole. Las estructuras que éste incluye en el papel no niegan el contenido original -ni la voz ni su transcripción- no son ruido añadido, sino que actúan en un raro contrapunto con él, musical en varios sentidos, pero también en cuanto que parecen, por su parte, vestigios de voces del pasado, de otro timbre y otro tono.
En cierto modo estos grafismos sobrepuestos acallan los originales de una forma mucho más radical de lo que lo haría un borrón, una frecuencia estridente. Son señuelos científicos, que prometen un significado posterior, que caminan de la mano de esos registros fidedignos que los preceden, pero que lo hacen únicamente para traicionarlos, porque en realidad sólo se significan a sí mismos. Es decir, que al mismo tiempo que parecen tal estruendo, tal brochazo impetuoso y casual, se niegan a sí mismos como tales. Su aspecto sistemático, modular y exhaustivo es ciertamente científico. Sin embargo estas calidades han sido llevadas a un extremo en el que se han vuelto absurdas, y el referente pierde la conexión con lo referido, y el sinsentido atraviesa ya todas las capas. Dos ondas que se cancelan una a la otra por un fenómeno que lleva por nombre “interferencia destructiva”.
No vuelve absurda la ciencia aquél que quiere. Para lograr tal cosa hay que deshacer pacientemente la madeja de sus certezas a través de la ejecución de una tarea, tan dedicada y repetida, que permita al artista alienarse hasta el silencio, hasta alcanzar una verdad que le consuma. Las nuevas inscripciones son la mancha largamente meditada de la pincelada del calígrafo zen, la flecha liberada del arquero, el golpe coreografiado de un arte marcial, y su experiencia es más intensa cuanto más absurdo sea su propósito y más largamente aplazada su ejecución .
Un lenguaje es silencioso cuando no comunica nada. El artista, en su imaginación, trata de obtener una realización formal que resista cualquier explicación, que sea innombrable, ya que tal es la condición que requiere la representación de ese vacío que la experiencia de la muerte abre. Una pequeña muerte.
En este sentido se puede decir que la única ciencia que es ciencia verdadera, que tiene algún contacto con la verdad, es ésta paradójica, porque cualquier expresión entendida y aceptada es charla ociosa. En la magia de la integración final de estos dibujos otras voces son invocadas y los barcos llegan con la carga.
Otros trabajos de Inken, https://www.artsy.net/artist/inken-reinert